Cuando llegó
exactamente a la mitad del puente se detuvo. Pensó cada palabra, cada silencio,
cada gesto. Sabía el motivo que había generado la caminata a paso firme hasta
ese lugar, siempre tan vacío y sombrío a horas poco transitables de la
madrugada como aquellas. Sabía todo. Casi todo.
La noche le
parecía antipática y oscura, como todas las noches, pero esta era distinta
porque sabía que era el principio del final de tanta agonía. Lo sabía
Cruzó la baranda
que divide el paso de las personas del paso de los vehículos. En ese momento
pasó un auto a toda velocidad. Ni siquiera había alcanzo a divisar de qué color
era. Creyó que era blanco. También creyó hasta su último pensamiento que
pasarían más autos aquella noche. Ese auto blanco sería el único. Al tratar de
recordar tanto el color del auto había olvidado que todavía tenía que atravesar
una baranda más. La que separaba cuidadosa y perfectamente el abismo del paso
peatonal. Esa división era la cuestión. Lo sabía.
Después de
terminar de pasar su última pierna por arriba de la baranda se aferró
fuertemente a ella. Tan fuerte que las manos le comenzaban a doler
terriblemente, entonces decidió ponerse de espalda al abismo para aminorar el
dolor y para evitar esa inexplicable sensación de vértigo que corría por sus
venas. Fue en ese momento cuando una duda se apoderó de su persona. No lo había
pensado: la posición previa al salto. Tardo cuatro minutos en decidirlo y para
hacerlo tuvo que cambiar de posición tres veces. Tenía que ser de espalda al
abismo, de la otra forma el dolor en las manos era insufrible. Mucho más
insufrible que la caída, pensó. Claro. Lo sabía.
Algo no le
agradaba. Algo no era lo suficientemente adecuado. Lo pensó. Era su billetera.
Se encontraba marrón radiante, tal cual la había comprado. La tomó y la arrojó
al abismo. Necesitaba que la caída fuera más liviana, más directa. No se
escuchó pero si vio como cayó en la helada agua. Con la mirada la siguió a lo
lejos mientras la billetera se alejaba unos pocos metros. Quería ya unirse a
ella, le fascinaba el cuero. En el puente no transitaba ni un alma. Lo sabía.
Siempre había
pensado qué decir en una situación de este tipo. Sabía cómo decirlo pero no
sabía qué. Esa noche tenía la necesidad de que la caída fuera exageradamente
sonora, no solo a causa del impacto en el agua sino también a causa de su voz
y, precisamente, su tímpano de voz llamaba poderosamente la atención para tan
avanzada edad. Lo sabía.
Ya estaba
convencido. Ya había acumulado el poco valor que le restaba. La billetera había
ayudado. Y en el instante previo al salto miró a su alrededor como buscando a
algún testigo de su futura caída. La noche era fría y malvada. Si sabía de
catástrofes la noche, su noche. Nuevamente observó. Primero para la izquierda,
después para la derecha. No había nadie. Nadie. Tenía qué actuar. Sin público
era mejor. Lo sabía.
Trató de
recordar la última imagen, que conservaba en su mente, del motivo que había
generado tan terrible desenlace. Tan terrible agonía. Tan terrible decisión.
Era lo mejor. Sus problemas dejarían de existir y serían extraños nuevamente entre
la multitud. Vaciló, dudó. La firmeza no era su virtud aunque en esa noche
tenía el valor. Lo sabía.